El vuelo del Pato

por | Feb 24, 2018 | Cuentos

Extraordinario relato corto sobre la fortaleza del ser humano en sus últimas horas.
Cómo se atrevía la lágrima a cruzar impunemente su mejilla. La eliminó con el dedo, luego recompuso su pelo canoso ante el espejo y fue al teléfono. Antes de llamar, su mano sacó una gamuza del bolsillo, por costumbre,pero esta vez ella la observó negando con la cabeza, después la dejó caer, tosió y marcó el número de Antonio.

Le dijo que era Carla, que había pasado mucho tiempo y que no sabía si reconocería su voz, al fin le preguntó qué si le apetecía ir a Canarias. Le dijo que no irían los nietos, que irían ellos dos solos. Que no había ningún motivo particular para llamarle a esas horas de la mañana, que sabía que no estaría durmiendo, que a los dos les había pasado siempre lo mismo, que nunca conseguían dormir. Que no tenía prisa, que le daba igual la isla a la que fuesen pero que no tardara en organizar el viaje y que lo dejaba todo en sus manos, como siempre.

Luego fue a la cocina y vio amanecer a través de la ventana abierta. Se daba cuenta de que su vida había cambiado por completo en tan solo veinticuatro horas y era incapaz de asimilarlo. Escuchó el sonido que hacían las hojas al chocar unas con las otras y observó cómo se movían las copas de los árboles. Hace veinticuatro horas… oigo entrar a mi hija en la cocina, me doy la vuelta y digo que ya lo he decidido y que no voy a operarme. ¡Qué joven es! aunque ya sea madre. Entra y se restriega los ojos, al entender el significado de mis palabras sacude la cabeza y me mira, luego se lleva una mano a la boca e intenta hablar.

—Pero mamá, si ayer decías…

Le contesto que no insista, que lo había pensado bien y que no iba a cambiar de idea. Cogió el paquete de tabaco del alféizar de la ventana y se quedó observando la foto de unos dientes ennegrecidos. Luego se encendió un cigarrillo pero el humo no le supo como siempre. Simona intenta convencerme porque no acepta una rendición.

—Pero yo creo…

La interrumpo y digo que no vemos las cosas de la misma manera. Que ella solo tiene treinta años y que es aún una niña. Echó el humo a través de la ventana y se quedó mirando como unos patos emigraban hacia tierras calientes, volando en formación perfecta .

—Mamá, si no quieres operarte siempre queda la quimio o la radioterapia.

Hago como si no la hubiese escuchado y le digo que no tome café nada más levantarse y que la leche está en la nevera. Dio unas cuantas caladas seguidas al cigarrillo y aspiró el humo como si fuera la última vez que iba a hacerlo. Sonrío y le comento que dejaré la naturaleza seguir su rumbo mientras yo caminaré por el mío y que con algo de suerte los recorridos no se cruzarán.

Simona mantiene la puerta de la nevera abierta y me mira con ojos desorbitados. No comprende cómo puedo bromear en un momento como ese. Le digo que se escapa el frío y que se estropeará el motor. Que la leche está en el sitio de siempre.

—¡Mamá, no me sigas tratando como a una niña! creo que ya soy mayorcita —Y cierra la puerta manteniendo el ceño fruncido. Le pregunto qué opina de Canarias.

—¡Por Dios! No hay forma de hablar contigo. ¿Que qué me parece Canarias? Me parece un sitio estupendo para ir cuando estés curada —Y deja escapar un largo suspiro— ¿Y con quién tienes pensado hacer ese viaje, si puede saberse?

La informo de que había pensado en su padre, de que el hombre está tan solo como yo y un poco más viejo.

—¡¿Le has perdonado?! —pregunta dejando caer la cucharita en la taza.

Abrió el grifo, apagó la colilla y la echó al cubo de la basura. Paso un trapo sobre las manchas que han salpicado la mesa y coloco el recipiente sobre un platito. Le contesto que acabo de comprobar que sigue necesitando a su madre como siempre y que no, que no he perdonado a su padre pero que a veces hay que saber olvidar.

—Lo que está claro es que sola no vas a ir a ninguna parte.

Yo le sonrío y ella me pregunta por qué no podemos hablar en serio de todo eso.

Miro a mi hija y siento pena por ella. Le acaricio la cara y le digo cuánto la quiero, cuánto la voy a echar de menos y cuánto me siento feliz de haberla tenido. Le pido que prepare la maleta, que sé que su marido y sus hijos la están esperando, que le queda un largo viaje en tren hasta casa y le aseguro que llamaré a unas amigas para quedar a comer.

Su mirada se detuvo en el recogedor lleno de polvo que había olvidado en una esquina la noche anterior. ¡A la mierda! No quiero seriedad ni tristeza ni dolor, de eso ya he tenido bastante en la vida. Lanzó el contenido del recipiente al aire y salió por la puerta en busca de una tienda de bañadores floreados.

 

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